Actividad 1
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6. Se pone furioso si le hablan por teléfono cuando está estudiando, pero, quién va a adivinar a qué hora estudia.
7. Ya lo buscaron donde les dijiste y no lo encuentran, ¿no estará en el lugar que dijo Roberto?
8. Las personas con quienes nos entrevistamos ayer no saben en cuánto tiempo podrán terminar el trabajo.
9. Como no tengo tiempo ahorita, ni sé cuándo lo voy a tener, no puedo darles una cita. Ya lo haré en cuanto pueda.
10. El niño se porta como loco, razón por la cual no hay nadie que quiera cuidarlo.
11. No les interesan estos artículos; prefieren aquéllos.
12. Ésa no es mi obligación. Yo sólo tengo que arreglar estos documentos.
13. No saben nada de eso porque ésta es la oficina de trámites.
14. Cuando veas esa película me dices si crees que es mejor que ésta.
15. En aquellos tiempos no existían ni la luz ni el teléfono. Éstos son el resultado
de inventos más recientes.
16. Eso que dices me parece superficial. Creo que podríamos buscar aquellos libros de los que nos habló el maestro e informarnos un poco más sobre esto.
Respuesta:
A principios de agosto de 1966 Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de San Ángel, en la ciudad de México, para enviar a Buenos Aires los originales de Cien años de soledad. Era un paquete de quinientas noventa cuartillas escritas en máquina a doble espacio y en papel ordinario, y dirigido al director literario de la editorial Sudamericana, Francisco (Paco) Porrúa. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales, y dijo:
—Son ochenta y dos pesos.
Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me
enfrentó a la realidad:
—Solo tenemos cincuenta y tres.
Tan acostumbrados estábamos a esos tropiezos cotidianos después de un año de penurias, que no pensamos demasiado la solución. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires sólo la mitad, sin preguntarnos siquiera como íbamos a conseguir la plata para mandar el resto. Eran las seis de la tarde del viernes y hasta el lunes no volvían a abrir el correo, así que teníamos todo el fin de semana para pensar.
Ya quedaban pocos amigos para exprimir y nuestras propiedades mejores dormían el sueño de los justos en el Monte de Piedad. Teníamos, por supuesto, la máquina portátil con que había escrito la novela en más de un año de seis horas diarias, pero no podíamos empeñarla porque nos haría falta para comer. Después de un repaso profundo de la casa encontramos otras dos cosas apenas empeñables: el calentador de mi estudio que ya debía valer muy poco y una batidora que Soledad Mendoza nos había regalado en Caracas, cuando nos casamos. Teníamos también los anillos matrimoniales que sólo usamos para la boda y que nunca nos habíamos atrevido a empeñar porque se creía de mal agüero. Esta vez, Mercedes decidió llevarlos de todos modos como reserva de emergencia.
El lunes a primera hora fuimos al Monte de Piedad más cercano, donde ya éramos clientes conocidos, y nos prestaron —sin los anillos— un poco más de lo que nos faltaba. Sólo cuando empacábamos en el correo el resto de la novela, caímos en la cuenta de que la habíamos mandado al revés: las páginas finales antes que las del principio. Pero a Mercedes no le hizo gracia porque siempre ha desconfiado del destino.
—Lo único que falta ahora—dijo—es que la novela sea mala.
La frase fue la culminación perfecta de los dieciocho meses que llevábamos batallando juntos para terminar el libro en que fundaba todas mis esperanzas. Hasta entonces había publicado cuatro en siete años, por los cuales había percibido muy poco más que nada. Salvo por La mala hora, que obtuvo el premio de tres mil dólares en el concurso de la Esso Colombiana, y me alcanzaron para el nacimiento de Gonzalo, nuestro segundo hijo, y para comprar nuestro primer automóvil.
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